Me dijiste,
Amor: “Un hombre bueno
ni se hace ni
se comprueba tan aprisa”.
Te escribo
para hablarte de los juglares
del Metal, que
herido llevan de muerte
el corazón
del hombre.
Llegaron
atractivos, sonrientes
de
no se sabe donde.
Prometieron
cegar las sombras de la noche,
sembraron
de esperanza el corazón dormido,
temblaron
con el frío de los campos
y
ofrecieron calor al campesino.
Hablaron
del saber a los expertos
y
del ser al filósofo,
de
servicio a los poderosos,
de
dignidad y trabajo al jornalero.
Gritaron
vida, amor y libertad.
Su
voz era una oscura pesadilla,
su
tiempo era el olvido,
sus
manos y su vientre de metal.
Su
fin la muerte.
Vinieron
del metal como el ladrón furtivo,
apagaron
la luz de las estrellas,
metalizaron
las
fértiles promesas,
volvieron
a volcar
la
teoría del cuento y la cadena.
Gritaron
eficacia, progreso, economía.
Y
otra vez a empezar…
De nuevo
se refugia
el
hombre en su cuajado corazón,
cubre
su soledad, su frío con un manto
de sueños,
con un alba insostenible.
La
realidad disfraza con palabras
y
trata de hacer bella su pequeña guarida.
Amor,
yo te doy gracias, te llamo y te bendigo
porque
tus fuentes del deseo
aún
predicen libertad,
porque
hay todavía quien cree en la locura.
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