Desde nada y vacío
yo vine al mundo,
un mundo de palabras.
“Período de oración”,
jadeaba mi madre
mientras abría huesos
para dar luz al grito
que forjó los sonidos
de mi primera frase.
El reloj no obedece
las leyes ni los códigos
de seres que no sean
el puro resbalar en
la palabra.
Y aquel fluyente
instante, que era yo,
articularse quiso en
universo
consistente de
símbolos que otorgara quietud
al deslizarse inquieto
que nos tiene.
Nací de madrugada en
el mercado
difícil de las voces.
Mis sustantivos tuve
que escoger:
obra, mujer y muerte,
que congregaron
otros:
soledad, sueños, ojos
y ternura.
Querían su adopción,
el seno acogedor
de un discurso
constante,
coherente, sembrado
de sus verbos,
conjurando a
pronombres y adjetivos.
Pero se despistaban
conmigo sin saberlo
por los vericuetos de
un aliento
salpicado de dudas,
arrastrado por
lluvias amarillas
como un retrato ajado
y desteñido.
Al tiempo y la
palabra
llegué queriendo ser
eternidad.
Pero, al fin, quedó
sólo un círculo cerrado,
la conciencia de nada
y del vacío,
el invierno callado
de un silencio sin límites.