Contento, hoy, Amor,
te recuerdo aquella soleá,
cantar bendito andaluz:
«Tengo un
molino que muele
azúca,
canela y clabo
lo que mi
chiquiya tiene».
La
encontré sobre la luz
de
una estrella
—acequia
y agua—
retozando
pequeñita
entre
cuerdas de guitarra.
Tenía
el aire de la aurora
cuando,
alocada y traviesa,
pinta
de rosa las casas.
¿Sus
labios? Dos buganvillas.
¡Brujillas
de mi terraza!
¿Sus
manos? Una mañana
de
sol, pétalos en lluvia,
sortilegio
y azalea.
¿Sus
caricias? Tiempo quieto,
cante
viejo y alameda,
golondrinas,
ramillete
de
jazmines y celindos,
noche
de plata: ¡candela!
Y
sus ojos grandes, fuentes
de
Darro y Genil abiertas,
hablaban
de la placeta
de
S. Nicolás, Paseo
de
los Tristes, de la Larga,
y
del Puente del Cadí,
de
la Puerta de Alhacaba,
de
la voz del almuédano,
fiel,
llamando a la oración
desde
alminar de Santa Ana.
Su
nombre... velos, ajorcas
y
zarcillos -¡llamarada
de
limones y naranjas!—,
rebeldía
del pasado
a
las campanas. Es huerta
teñida
de roja sangre
su
piel, tierra fértil, vega.
Su
cuerpo, como ejercito
de
alfanjes sobre la noche,
de
olivos sobre la cuesta,
de acuarela y Jabalcón,
viento
y quejío, veleta,
viña,
nardo, olor de sierra,
desierto,
cuevas y rambla.
Con
dulzura me miró,
y
prendido, Amor, quedé
como
suspendidos viven
los
nenúfares en agua.
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