Medí tus
pies sobre las palmas
de mis manos
vacías.
Más tarde
cosechaste las cosquillas,
como alegres
gorriones golpeaban
con sus alas
la puerta
y las
ventanas
de tu piel
encendida.
Reías.
Finalmente,
tus risas contagiaron
mi piel,
la ciudad
encorvada
obligada a
vivir donde anidan las bóvedas.
La risa hace
los cuerpos,
la queja los
envía al filo de la acera.
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